JULIETA PERDIÓ LA LLAVE DE CASA
Por: Manuel Vicent
Fue el primer verano. El de 1968, en que sus padres la
dejaron ir sola en bicicleta a la playa. Llevaba un libro en el cestillo del
manillar. Cumbres borrascosas. Era la
única niña de dieciséis años que leía novelas tumbada en una toalla sobre la
arena y ese hábito adquirido con cierta furia obsesiva la había separado del
resto de la pandilla. Guardaba en secreto su deseo de ser escritora. O de vivir
una gran pasión. Julieta maduró de repente de forma imprevista, como esas niñas
que un verano todavía son inocentes, pero el verano siguiente ya traen una
veladura de malicia instalada en los ojos que sorprende a sus compañeros de
juego o vuelven a clase en el nuevo curso y sin darse cuenta envuelven en sus
redes al profesor. Es difícil saber en qué punto se ha producido la
transformación, si en las formas del cuerpo o en el terror que sienten al
descubrir el deseo impúdico que despiertan en los hombres jóvenes y viejos o en
el peligro insinuante de su propia mirada, que no pueden controlar.
Julieta
se convirtió ese verano de 1968 en la presencia erótica de la playa, objeto de
caza de algunos dorados cachorros que habitaban las villas centenarias cuyas
labradas verjas dejaban ver blancos sillones de mimbre, poltronas y algunas
ninfas de escayola del jardín. Ninguno de aquellos vástagos de la burguesía
consiguió que aceptara la invitación a alguno de los guateques en la terraza de
sus villas con la música de los Beatles y de los Beach Boys, de los Rollins.
Fue Gonzalo, un chaval de la pandilla de otros veranos, de su misma edad, el
que consiguió durante una excursión a pie a las ruinas de un monasterio
aislarla del resto de la pandilla y rezagarla en el camino de regreso cuando ya
oscurecía. Ella le hablaba de los libros que había leído y de sus héroes
literarios; paralizando por una timidez congénita el chico sólo quería besarla,
mientras la noche se cernía sobre ellos. Cuando el resto del grupo ya estaba
lejos y acabó por perderse de vista los adolescentes quedaron a solas caminando
en silencio y fue Julieta la que insinuó que le gustaría ir a la playa y
tumbarse en la arena para ver las estrellas errantes. Ella tomó la iniciativa.
Se tendieron vestidos en la arena muy cerca de la orilla ya cerrada la noche.
Puesto que no sabían de qué hablar comenzaron a descubrir y dar nombres a las
constelaciones. Gonzalo pensó que era mucho más fácil subirse al carro de la
Osa Mayor que alcanzar los labiosde aquella niña que tenía a su lado. “El
profesor de literatura me ha mandado que lea este verano los cuentos de
Chéjov”, dijo Julieta. Sin atreverse siquiera a rozarla con la mano para
acariciarla el chico le preguntó: “¿Vas a ser escritora?”. Ella contestó: “Me
gustaría”. El mar también estaba muy tendido, pero una ola larga rompió de
repente contra sus dos cuerpos hasta inundarlos. A partir de ese momento, sin
palabras, comenzaron a abrazarse de forma convulsa con la ropa mojada como si
el mar les hubiera dado la señal y antes de que su pasión los hubiera llevado
más lejos Julieta se dio cuenta de que el golpe de una ola sobre su cuerpo
excitado le había arrebatado la llave de casa, que guardaba en un bolsillo.
Pese a todo no se detuvo. Fue una noche muy feliz que no olvidaría nunca. Sin
se consiente de ello el mar con esa llave perdida había abierto por completo su
cuerpo de 16 años.
El verano siguiente Julieta no volvió
a esa playa. De hecho Gonzalo no la reencontró hasta más de 30 años después,
pero durante ese tiempo siempre recordaría aquella niña que quería ser
escritora, la primera a la que besó una noche de verano después de una
excursión. El chico, que hoy es un
ingeniero informático, esperaba que algún día aquella Julieta apareciera en los
periódicos como ganadora de algún premio literario. El reencuentro se produjo un
primero de agosto durante la operación salida de vacaciones. En un área de
descanso de la autopista del sur alrededor de una gasolinera y un restaurante
había aparcados casi cien coches de marroquíes y de españoles sudados, de niños
vomitando, de padres gritando a sus hijos, de basureros repletos de desechos
bajo un calos de 40 grados. Gonzalo descubrió que una de aquellas madres
cargada de criaturas era Julieta. La reconoció porque su hija adolescente era
la réplica exacta de aquella niña que él besó por primera vez una noche de
verano. Se saludaron casi por compromiso, con cierto rubor, sin saber qué
decirse, escrutándose en el rostro la devastación mutua que en ellos había
realizado el tiempo. Ella le presentó a su marido. Un vendedor de coches
usados. Después comenzó a gritar a uno de sus cinco hijos que pedía otro helado
de chocolate.
Sobre el autor (Manuel Vicent):
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Nació
en Villavieja (España) en 1936.
·
Es
pintor, periodista, articulista.
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Sus
primeros escritos sobre política fueron publicados en el desaparecido diario Madrid, después de cursar estudios de
periodismo en la Escuela Oficial.
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Actualmente
escribe crónicas en el diario “El País”.
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Datos bibliográficos: